A la hora del desayuno, Tomás era el único que no se levantaba de la mesa. Decir que algo lo preocupaba sería hacer violencia a la forma en que él mismo hubiese pretendido explicar cómo se sentía. Un malestar vago, disperso e indiferenciado siempre se le hacía una realidad más soportable que atribuir a su inquietud una causa preeminente. ‘Lo que no tiene nombre no existe’, no era una frase que hubiese leído aún, pero en los años subsiguientes le prestaría su consenso.
Desafortunadamente, ni la perseverante inercia de nuestras negligencias cotidianas logra oponer bastante resistencia a los movimientos requeridos por las expectativas rutinarias y unos cuantos minutos después se vio caminando hacia el colegio. Había algo tranquilizador en esos verdes infinitos que franqueaban su paso, y se permitió acceso al momento de paz que le ofrecía esa tregua preliminar del desplazarse.
Cuando el triunfo del cemento ante el paisaje ya no pudo continuar siendo ignorado, sus pensamientos volvieron a imágenes más sombrías. Tomás sabía que, en nuestras acciones, la expectativa de un encuentro suele ser un agente menos poderoso que el deseo de evitar otros. Aunque no era alguien que huyera del dolor, su inutilidad lo dejaba perplejo.
Una vez que se hubo sentado en su puesto, casi podría decirse que se sintió aliviado. A menudo las esperas nos martirizan más que el objeto que prologan.
– ¿Cómo está hoy el hijo del filósofo? – era la voz de quien ocupaba ahora delante suyo, el segmento más significativo de su campo visual.
Tomás había estudiado el problema cuidadosamente, y no se equivocó al determinar que el curso de acción más conveniente era sencillamente ahorrarse la respuesta. Luego, el protocolo del inicio de clases alejó momentáneamente a su visitante.
Pese a contar con los reglamentarios 45 minutos de seguridad, Tomás estaba intranquilo. Aún sabiendo que el saludo era meramente un preámbulo de lo que podía esperar, su levedad le había parecido sospechosa.
Son siempre las decisiones que parecen ser más inofensivas las que acarrean consecuencias irreversibles.
– Acuérdense niños que tienen que elegir el tema de su presentación: el trabajo de sus papás o la ecología. Anótenlo y me lo entregan antes del recreo.
Todo estuvo bien mientras hablaba de su madre. La tradición oral, que a veces se dejaba transmitir, casi como por accidente, desde los cursos superiores, había sancionado como prudente y efectivo el pregonar las virtudes de una madre profesora.
Los más astutos comprendían los beneficios de despertar la simpatía gremial de ese fantasma exhausto, casi tan resignado como ellos al acto de enseñanza y una suerte de tácito concierto (forma sutil de aludir a la imbecilidad de la mayoría) impedía que la impostura alcanzara proporciones sospechosas.
Los problemas comenzaron al hablar de su padre. Para una exposición en la que no aspiraba a despertar más que el aburrimiento sus notas eran convenientemente exiguas y su investigación previa era la forma docta de llamar a un puñado de declaraciones recogidas al pasar sobre la mesa.
Que alguien alzara la mano para hacer una pregunta fue un acontecimiento que durante el ciclo no volvería a repetirse. Si la profesora no hubiese estado desde hace años más allá de ese punto, podría una vez más haber abrigado esperanzas en el deseo de formación de sus alumnos. Para Tomás, que quien alzase la mano fuera quien lo hacía, constituía un signo preocupante.
– ¿Qué es un filósofo, Echeverría?
Busca algo general, vago, elusivo, se decía. Una respuesta tan fugaz y trivial que deje pronto este momento en el pasado.
– Alguien que busca explicar el mundo.
El breve destello de ira en los ojos que lo interrogaban, le revelaron que había fallado. Era indudable que había atraído sobre sí la atención menos aconsejable. Y no es que nunca antes, en algún momento de súbita paranoia, no hubiese llegado a concebir como posible un intercambio de esta naturaleza. Pero siempre se había sentido a salvo en la indiferencia que creía despertar en quienes le rodeaban.
– El mundo no necesita quien lo explique, el mundo es.
Indudablemente el contenido era trivial, pero la frialdad con que eran pronunciadas y la mirada que era todo el soporte del contenido semántico de la exclamación presagiaban una retaliación inminente. Quizás fue en ese momento en que se permitió su primer y único momento de valentía.
– Cada uno de nosotros construye su propio mundo, porque el mundo es fundamentalmente lenguaje.
– Te refuto así – alcanzó a oír mientras una patada en su costado lo llevaba a impactar contra la pared que separaba el colegio del mundo exterior.
Muchos años después, Tomás continúa preguntándose que es lo que debe haber sentido el otro esa tarde, en detención por Sanción Disciplinaria, encerrado por una tropa de ineptos funcionarios que jamás llegarían a saber que había citado la refutación de Samuel Johnson al idealismo de Berkeley, con la mayor precisión.
Esto del hijo del filósofo y la profesora me suena remotamente familiar...
ReplyDeleteMe encanta la manera de usar profusamente sustantivos y adjetivos, haciendo que todo sea más preciso, pero tan lleno de letras que se vuelve espeso, fluido, casi, válgame la oposición, impreciso.
ReplyDeleteMuy bueno para leer, muy bueno para pensar.