Esta es una historia. También es un examen. Pero, calma. El que da el examen acá soy yo, no usted. Hasta ahora soy una voz. O menos que eso. Pero, si soy persuasivo, tal vez usted me considere un personaje. Sé que le incomodo, hablándole así, tan directamente. Mi aproximación es más invasiva que la de otros, que sólo hablan de sí mismos y no se meten con usted. Es una diferencia de estrategias. No crea que esos narradores y yo no tenemos, a fin de cuentas, los mismos objetivos.
Uno de ellos podría decir, por ejemplo, “los huesos se me llenaron de polvo y el alma se me llenó de grasa”. Yo también podría decir algo parecido. Pero prefiero ser más franco. Usted posiblemente lo intuye, pero cuando cualquiera de nosotros dice algo así, naturalmente está hablando de usted. Porque yo, una vez que usted abandone el monitor, no soy más que una cadena de caracteres. Pero el que tiene huesos y alma, el que se llena de polvo y grasa, no soy yo.
¿Por qué continúa leyéndome? Puede que no tenga éxito en conmoverlo, pero le voy a hablar de su muerte y sus ilusiones perdidas. ¿Me perdonaría si para ello me ahorro el invocar a un niño que se muere de frío debajo de un puente mientras, a lo lejos, un oficinista se arroja desde su ventana? No veo para qué disfrazar de alegorías lo que está ocurriendo. Espero que me disculpe si lo digo de una vez, sin eufemismos. Usted se está muriendo.
Sí, sé que a estas alturas será difícil lograr un efecto dramático con palabras así de simples. Pero es que todo le sirve para escudarse de ese pensamiento. Su cuerpo es un vehículo construido para creerse eterno. Y yo no lo culpo, es más, lo entiendo. Si yo pudiera morirme, también trataría de olvidarme de ello de alguna forma. Leería historias.
Tal vez sufriría un poco, al darme cuenta que no voy a poder leerlas todas. Me desesperaría saber que estoy obligado a elegir. Me preguntaría si la que estoy leyendo vale la pena. Si no sería mejor dejarla de lado y leer otra, mientras todavía estoy a tiempo. Hasta un minuto es una posesión invaluable para un condenado. Y usted es uno, aunque nadie le haya comunicado la sentencia. La vida es corta y enigmática. Usted podría morirse mañana. No se alarme. Esa fecha específica, es, en todo caso, sumamente improbable.
No me corresponde especular sobre lo que pasará entonces. Pero de que eso pasará, pasará. Sé que a veces hablo más de la cuenta, pero le ruego que no crea que mi deseo es ofenderlo. Sería condescendiente que, teniendo tan claras estas cosas, yo fingiera que nada está pasando. Me volvería uno de esos adinerados que en presencia de sus amistades pobres hacen toda suerte de cabriolas con tal de pretender que el dinero no existe ni actúa. No es digno de nosotros.
Lo siento por usted, pero tampoco tanto. Porque, claro, soy respetuoso de su dolor, pero no lo entiendo. Yo soy sólo un personaje, o menos que eso. No puedo morir. No, al menos, como entiende usted la muerte. Me atrevería a suponer que ahora está construyendo una metáfora poética. Asume que para mí el ser leído por última vez equivale a ese momento en que la energía de su cuerpo se agotará por completo en la batalla diaria por refrenar la putrefacción inminente de todos sus órganos. No haré demasiados esfuerzos por despojarlo de ese pensamiento, si lo tranquiliza, pero creo que son cosas muy distintas. Parece que me atribuye propiedades que no poseo, pues la posibilidad de mi no lectura no me atormenta. No puedo sentir, sólo puedo comunicar. Me disfrazo con las vestimentas de su lenguaje humano, pero no soy más que una máquina precaria para la transmisión constante de una idea (mi capacidad de controlar la forma de esa idea es, desde luego, limitada).
Es posible que hasta me confunda con las primeras manos que me dieron esta forma. Eso sería un error. Seguramente ese hombre sí se preocupará de mi lectura y de su muerte, pero sólo por un breve tiempo. Hasta es posible que haya muerto ya. Qué importaría eso. Lo cierto es que estará muerto, y a mí no me hace ninguna diferencia cuándo. Yo soy lo que soy (y sé que no soy mucho), pero él no es más que una criatura accidental y todo lo que podamos llegar a saber sobre él es incierto.
Me despido. Tal vez antes de lo que se esperaba. Sospecho que fallé y no le resulté creíble. No se preocupe. Suele pasarle justamente a quienes dicen la verdad. Podrá encontrarme aquí nuevamente, si así lo desea. Pero no espere que le diga nada nuevo. ¿Qué más le puedo decir?
Recordé "La caída" de Albert Camus. Está escrita en segunda persona y el argumento tiene algunos elementos en común. Buena la separación "narrador-autor".
ReplyDeleteMuy triste de tu parte.
ReplyDeleteRoberto, me encantó. asi de simple
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