Friday, May 20, 2011

Prólogo a un cuento que aún no escribo

O bien me ha sido reportado por un reducido grupo de amigos de confianza, o ha llegado a mi conocimiento a través de otras fuentes de índole culturalmente más masivas (y la fragilidad de mi memoria tiende crecientemente a desdibujar las fronteras entre ambas categorías) pero pareciera ser que un número no despreciable de hombres, disconformes con el apelativo anatómico genérico, ha bautizado su pene de manera personal y secreta.

Este hábito me ha parecido siempre innecesario. El sustantivo común de uso corriente – y en las ocasiones que ameritan su aparición, su tropa de sinónimos – satisface plenamente todo lo que exijo del lenguaje. Un nombre a fin de cuentas es un intento primitivo y casi siempre heredado por capturar alguna relación. ¿Y qué podría estar más plagado de clichés, de eternas repeticiones e inevitables semejanzas, de forzosa falta de originalidad que la relación de un hombre con su pene? Centímetros más, centímetros menos, al fin son siempre iguales y por más que Sade se haya esmerado en hacernos creer lo contario, sus posibilidades lógicas son finitas. En cambio, me ha parecido indispensable ponerle un nombre propio a Dios. 

Pocas cosas pueden ser más distintas que el retrato con que cada uno de nosotros dibuja a la divinidad. Desde luego no me refiero aquí a las diferencias institucionales. Todos sabemos que no es de buen gusto comparar a Zeus con Allah, ni a Jehovah con Brahma. Tampoco aludo a esos cambios fugaces que ocurren a lo largo del día en la relación entre un hombre y su Dios, los que lo llevan, por ejemplo, de ser un devoto agradecido y plácido cuando espera expectante ante la puerta de una catedral extranjera a la mujer que conoció el día anterior, a convertirse en alguien que en un segundo vuelve a recobrar toda la febril fe y dependencia de un niño cuando racionaliza y negocia las causas que explican porqué se han alargado tanto los minutos, para terminar siendo el más violento hereje cuando ha comprendido ya que no vendrá y se adentra y se sienta entre las bancas sólo para que lleguen más estruendosos al cielo sus insultos.
    
Hablo en cambio de los muy distintos temperamentos que esgrime el Jesús personal de esos siete individuos que se toman de las manos en el mismo banco de la iglesia a la que tal vez íbamos cuando niños. Uno de ellos espeta con dureza eso de que “antes valdría arrancarse el ojo que desear a la mujer de tu prójimo” mientras que a dos asientos de distancia, su colega en cambio meramente se limita a señalar con cálida indulgencia que ha de ser quien nunca haya pecado el que arroje la primera piedra. Sospecho que si nos empeñamos en creer que por llamarse igual dos cosas son lo mismo, esto ha de deberse a que la política más juiciosa y la que nos ahorra más problemas consiste en evitar por todos los medios escuchar realmente lo que dicen los otros (pues ello conduce inevitablemente al pensamiento).

Es sorprendente que las grandes religiones hayan triunfado en arropar bajo los mantos de la fraternidad a su propia porción de humanidad. Nuestro natural egoísmo debiera mover a los humanos a guardar para sí a su Dios, como a toda posesión preciada. Extraño es que no ocurra así. Nada más aterradoramente enternecedor que el inquisidor que te persigue con todo el ardor de su fuego frenético para compartirte en el éxtasis de la agonía a su salvador personal.

Es cierto que los monoteísmos han reportado triunfos en promover con éxito ciertos roles de la deidad como padre, maestro o arquitecto del mundo, pero no es inusual que con nuestro candor infantil nos empeñemos en que las oficie también de dermatólogo o jardinero. Cada uno de nosotros tiene su receta. En modo alguno escapan a esto los ateos, su dios, esa inexistencia furiosa de ausencia militante que lo tiñe todo, tiene más personalidad que buena parte de los bondadosos ancianos barbados de las estampas.

Yo de mi lado, y por lo terriblemente inespecífico que el sustantivo Dios me parecía, he decidido llamarlo Berkeley. No por idolatría del filósofo, sino por capturar de manera inmediata su propiedad más relevante. Berkeley decía que el mundo era el lenguaje de Dios, razón por la cual no veo obstáculo alguno en invertir su frase y afirmar que el lenguaje del mundo, sea Dios (cosa que a fin de cuentas viene a ser casi lo mismo).
       
No voy a proclamarme el primer hermeneuta de los aconteceres, no me interesa mostrarme más astuto de lo que soy. Decir que vivir es interpretar no es nada nuevo. Hace unos 4000 años un hombre oyó una voz que le ordenaba matar a su hijo. La voz decía ser la de Dios. El hombre decidió creerle. El año pasado el administrador de un local de comida rápida en Mount Washington, Kentucky, recibió una llamada telefónica  que le ordenaba desnudar y registrar las cavidades de su empleada de 17 años. La voz se identificó como un agente del FBI. El hombre decidió creerle. Todos transitamos entre mares de signos y mensajes y nos convertimos en aquello que elegimos creer.

Les cuento todo esto para que tengan claro que las claves de lectura no son translúcidas y los símbolos son erráticos y confusos, y que se debe maniobrar con suma precaución incluso cuando el contenido parece ser explícito. Mi caso es más riesgoso aún. El mensaje que Berkeley me ha enviado es un número.

2 comments:

  1. Me hiciste mierda.

    Tremendo. El párrafo final tiene un punch increíble. O una pujanza, por si se aparece un castizo del idioma madre.

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  2. Por otro lado, en un mensaje que no es al autor, sino derechamente a Roberto Musa, sobre todo en su cualidad de Musa, lanzo la propuesta de una discusión futura sobre lo de las religiones y el dios personal:

    Lo que más quiere la gente es, por el contrario, creer que su dios es el de todos. Quieren confirmación por multiplicidad. Por eso las religiones triunfan. Incluida la religión atea.

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