La luz de la mañana brillaba como una promesa y al sentirla sobre su piel lo alegró que fuera precisamente éste, el día designado para la excursión de pesca. Su primer día de pesca.
Había logrado dormir sin dificultad la noche anterior y esto lo había sorprendido. A su edad no resultaba improbable iniciarse en los misterios del lago. De hecho, ni siquiera sería el único que ese día intentaría su primera captura. Pero eso no le quitaba solemnidad al momento.
Había reemplazado la pregunta que hasta hace poco se repitiera a cada instante: ¿acaso pescaré uno? Ahora se decía, en cambio: ¿qué tipo de pez será el que atraparé? Esta exitosa prestidigitación verbal había bastado para alejar la idea de un posible fracaso, permitiéndole sumergirse en las incontables variedades de peces que las historias habían sembrado en su imaginación. Carpas azules gigantescas que se moverían con indiferencia, ajenas a los intentos que desde la superficie se hacían por atraerlas. Violentos salmones del color del fuego, cuya velocidad sería un desafío. Truchas que habían venido desde lejos a dar vida, y a las que ahora habría que persuadir para morir. Bancos de sardinas esclavas de la eterna lucha entre el temor y la curiosidad. Había atesorado cada uno de esos nombres oídos en fragmentos de conversaciones olvidadas, pero sospechaba que a estas alturas sus descripciones no eran más que una elaboración de su propia mente. No importaba. A fin de cuentas todos los peces son ficticios hasta que atrapamos uno. Es por eso que sabía que ese pez no podía ser casual ni aleatorio. Su pez le estaba asignado desde antes que incluso él o el pez existieran, y su forma sería una simetría indescifrable de su propia vida. Su pez era un mensaje, aunque él no pudiera leerlo.
Entre estas reflexiones y el momento en que tomó conciencia de estar ya sobre el bote, con los demás, no hubo nada del mundo exterior con la suficiente fuerza para romper su tren de pensamiento. Se sentía en un mundo aparte, a solas frente a su futuro inmediato. “Mi primer día de pesca”.
Nadie lo llamaba por su nombre, y sin embargo eso lo hacía sentirse justamente uno más entre los que se encontraban a bordo. También otros probarían su suerte con la caña, y la proximidad física en la que se encontraban era el reflejo del propósito común que los unía. Los demás no parecían compartir su entusiasmo. Podía tratarse de una cosa de familia. Después de todo, ¿no se decía que su padre había capturado uno de los ejemplares más extraños y bellos que el lago había producido? Sabía que ese tipo de cosas tendían a exagerarse, pero, ¿no nos ofrecen los relatos, por el mero hecho de existir y aunque violen en parte la verdad, pistas acerca del mundo?
Recordó a su padre, compartiéndole un trozo de su filosofía:
– Se confunden quienes creen ver en el arrojar y el recoger de la línea un mecanismo ciego y monótono. La pesca es un arte sólo comparable a la diplomacia o al amor. Consiste en hacer verosímil la más improbable de todas las ficciones – aunque sea tan sólo por unos segundos. Quien pesca, como quien negocia o quien se hace amar, debe saber vender una idea proscrita por la estructura misma de nuestro universo. Una idea absurda, pero tan atractiva, que ni los seres racionales se convencen de renunciar a ella. La gratuidad. Quien pesca sabe explotar esa necesidad ancestral de conseguir algo a cambio de nada. Sabemos que no es posible, pero queremos creer en esa comida que viene flotando hacia nosotros, sin esfuerzo ni costo. Caemos bajo el peso de la promesa del placer sin dolor.
– Cuando pesques, debes disfrazar tu deseo hasta que el otro lo crea el suyo propio. Es sólo en el momento en que éste cree haber conseguido lo que quería, cuando descubre – si has sido hábil – que no hacía más que seguir tu secreto designio, y que el triunfo en realidad es tuyo.
El sol iba avanzando y pronto sería mediodía. Uno a uno los demás iban probando su suerte. Lo infrecuente de las exclamaciones de alegría que se hacían sentir en distintas partes del bote y la naturaleza forzada y desentendida con que eran emitidas, le hicieron comprender que no eran muchos quienes habían logrado su propósito y que incluso entre estos nadie era aún sobresaliente. Había espacio para una leyenda.
El momento decisivo había llegado y ahora era su turno. Se dio cuenta que ya no habría que seguir esperando. Salió del balde, ayudado por esas manos absurdamente grandes, que eran pero no eran las suyas. Esas manos ciegas que creen ser autónomas, las gigantescas manos del destino.
– Que pueda atrapar uno – se decía mientras el anzuelo atravesaba su quinto corazón – que tan sólo pueda atrapar uno.
Brillante.
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