Esta es una historia. También es un examen. Pero, calma. El que da el examen acá soy yo, no usted. Hasta ahora soy una voz. O menos que eso. Pero, si soy persuasivo, tal vez usted me considere un personaje. Sé que le incomodo, hablándole así, tan directamente. Mi aproximación es más invasiva que la de otros, que sólo hablan de sí mismos y no se meten con usted. Es una diferencia de estrategias. No crea que esos narradores y yo no tenemos, a fin de cuentas, los mismos objetivos.
Uno de ellos podría decir, por ejemplo, “los huesos se me llenaron de polvo y el alma se me llenó de grasa”. Yo también podría decir algo parecido. Pero prefiero ser más franco. Usted posiblemente lo intuye, pero cuando cualquiera de nosotros dice algo así, naturalmente está hablando de usted. Porque yo, una vez que usted abandone el monitor, no soy más que una cadena de caracteres. Pero el que tiene huesos y alma, el que se llena de polvo y grasa, no soy yo.
¿Por qué continúa leyéndome? Puede que no tenga éxito en conmoverlo, pero le voy a hablar de su muerte y sus ilusiones perdidas. ¿Me perdonaría si para ello me ahorro el invocar a un niño que se muere de frío debajo de un puente mientras, a lo lejos, un oficinista se arroja desde su ventana? No veo para qué disfrazar de alegorías lo que está ocurriendo. Espero que me disculpe si lo digo de una vez, sin eufemismos. Usted se está muriendo.