Wednesday, November 3, 2010

[Cuento]: Las glorias de la patria

La ausencia de tabiques dorsoparietales habría hecho sospechar a cualquier aficionado a la zoología forense que el cráneo hallado por el buzo táctico Hugo Carrasco Navarrete en realidad había pertenecido a un lobo marino relativamente bien alimentado aunque no sexualmente dominante, en lugar de a uno de los héroes del combate naval, como constaba en el informe de Hugo Carrasco Riquelme, curador del Museo de Osamentas de la Armada.

De no ser por el pecado de soberbia es incluso muy posible que hasta el día de hoy, arrastrados en sus letárgicos paseos escolares, nuestros hijos pudieran todavía, con adormilada indiferencia, verlo exhibido entre hileras de fémures y tibias. La verdad es que el cráneo se habría quedado en el museo hasta el fin de los tiempos de no ser por la noche en que, en un arranque de etílica elocuencia, a Hugo Carrasco se le ocurrió invitar una ronda por cortesía “de esos animales benditos cuyas caras hizo Dios tan similares – tras un par de martillazos bien puestos – a las de los héroes fallecidos” y brindar ruidosamente “por los ancianos que apenas los distinguen”.

Para su desgracia, resultó ser que uno de los parroquianos era de esa estirpe de adustos hombres que aún conservan cierto temor reverente por conceptos abstractos como La Patria, y el cuentecito del lobo marino trascendió rápidamente al alto mando. Por una especie de solidaridad generacional nunca se buscó averiguar si su padre había sido víctima senil o más bien senil cómplice de la intriga pero de ahí en más Hugo sólo pudo vender sus buceadores servicios a un grupo de excéntricos ancianos, convencidos de la existencia de barcos hundidos portadores del oro de los incas.

Con respecto a la calavera, se dictaminó que constituiría deshonor para los mártires de la guerra compartir su postrera morada con los despojos del mamífero acuático, por lo que se ordenó su remoción inmediata. La dificultad en dar cumplimiento a la orden recibida sólo se volvió evidente cuando sucesivas oleadas de burócratas y oficiales se descubrieron incompetentes para identificar el cráneo impostor. Y es que no siendo ni zoólogos forenses ni falsificadores de osamentas, cada pieza que tomaban entre sus manos lo mismo se les antojaba perteneciente a la criatura marítima como a un Vicealmirante Primero. El asunto adquiría aún más gravedad al contarse entre tan rico patrimonio funerario con el auténtico cráneo de Lord Cochrane, del cual se decía que sus virtudes mágicas y protectoras no poco mérito acarreaban en nuestro ilustre historial de victorias navales. Arriesgarse a expulsar tal reliquia del seno de la Institución, por un imprudente juicio diferencial, sería otorgar una ventaja estratégica imperdonable a los futuros enemigos de la patria.

Fue por eso que se resolvió llamar a un biólogo marino para que se ocupara del asunto, y siendo yo tal vez no el único de la zona pero al menos el que todos conocían, por haber visto el espectáculo de circo pobre en el que por entonces me hallaba empleado como entrenador de la única foca que podíamos permitirnos, una bestia prácticamente centenaria cuyo Alzheimer me obligaba a repasar día a día su rutina, al punto que ya creía que bien podría ser yo y no ella quien la ejecutara para mayor beneficio de todas las partes interesadas, una mañana de Abril me vi sentado en la austera oficina del Almirante Jiménez.

 Joven, a usted como a pocos el destino le ofrece hoy la oportunidad de servir a su país.

Y mientras yo enumeraba mentalmente la prevalencia de los defectos cardíacos en mi familia materna, mis problemas de visión, el principio de demencia de mi padre – innegablemente de base genética – y un largo catálogo de otras muy válidas razones para librarme del privilegio de tener que ir a aniquilar a quién sea que fuera el cual con el que esta vez estuviéramos en guerra, me fue poniendo al corriente de lo que ya les he relatado.

Déjenme decirles que ante la promesa de una remuneración estatal somos todos patriotas, especialmente si el presupuesto incluye una cláusula de gastos reservados para Peritajes e interconsultas varias, ítem que planeaba estrujar hasta la última gota al existir varias peritas que mi estrechez financiera me había impedido interconsultar en el último tiempo.

Puse de inmediato manos a la obra y al cuarto día de hurgueteos entre los montículos de restos humanos fui a dar con un cráneo que aún conservaba un leve aroma a pescado crudo y las impúdicas iniciales HCN rústicamente grabadas en la cara interior de la quijada.

Ahí podría haber concluido el asunto, pero como desde siempre tuve claro que al igual que en todo trabajo pago aquí lo importante no era sólo ser la mujer del César sino también no parecer puta, o algo así, me había pasado la mayor parte de las tres anteriores jornadas de infructuosa búsqueda redactando voluminosos informes sobre el estado de avance de mi investigación. Llegaba a dar gusto leerlos de lo elegantes que se veían, cargados de expresiones técnicas y tests indispensables a realizar como indicadores de densidad ósea residual, pruebas de carbono 14, composición nitrocalcárica y toda la terminología científica que mi imaginación lograba recuperar y construir desde los confines de mis remotos años de estudiante.

Mis superiores se veían tan felices y complacidos al ver día a día crecer en mis reportes el porcentaje de biomasa esquelética total examinada, que no habría sido sino una crueldad arruinarles tan pronto su satisfacción con el que sin dudas era el primer y último proceso que verían avanzar de forma gradual y eficiente. Apenas me sentí firmemente comprometido en mi abnegado plan de seguir prodigándoles alegrías periódicas a los oficiales mayores, plan cuya única y estoica retribución serían los honorarios diarios que percibía, traté de pensar en alguna manera productiva de ocupar todo el tiempo sobrante a mi disposición en las largas tardes que habría de pasar simulando. Finalmente, no di con ninguna, pero me dije que ya se me ocurriría algo más adelante, pues ocasión no me faltaría al estar encerrado por horas y horas con los huesos insignes.

Como mi maestría en redactar los fantasiosos folios se incrementó al punto de tomarme una fracción exigua de mi día laboral y como tampoco me atrevía a llevar conmigo algún libro, por miedo a despertar sospechas sobre la verdadera naturaleza de mis actividades, la obligación de remediar mi aburrimiento se hizo muy pronto impostergable.

De entre los huesos que no se exhibían al público pocos eran los que formaban parte de un esqueleto completo y menos aún los rotulados con el nombre de sus antiguos dueños. Constituían gloriosa excepción, no sólo por su integridad e identificación sino especialmente por yacer sobre un fino paño de tafetán azul a diferencia de los demás que simplemente estaban repartidos por el suelo blanqueado a la cal, si bien dispuestos con el decoro que naturalmente se debe a los caídos, los restos mortuorios de don Arturo Prat Chacón.

Ni siquiera entre los muertos quedan abolidas las jerarquías por lo que es natural que a él le consagrara mi casi entera atención. Me intrigaba descubrir si, como cuenta la historia canónica, habría muerto mientras saltaba al abordaje del barco rival o si el tiro lo había recibido por la espalda mientras saltaba aterrado de vuelta a su propia nave, como afirman algunos historiadores cínicos. Innumerables horas me pasé palpando su caja torácica, intentando reconocer los orificios de entrada y de salida de la bala, hasta que las astillas acababan por dormirme los dedos y los conceptos de adelante y atrás se me volvían meros caprichos metafísicos, como esas palabras que al repetirse hasta el hartazgo prácticamente cesan de existir como tales. Es indudable que para poder determinar una cosa semejante habría hecho falta un experto en la inspección de residuos óseos, cosa que, desde luego, yo no era. Acabé dándome por vencido, resignado a la incerteza de la historia.

Sin embargo esas sesiones indagatorias con Arturo habían terminado por dejarnos en un plano de familiaridad – jamás me atrevería a hablar de igualdad – que me otorgaba la confianza suficiente para poder contarle mis problemas personales, pues si bien no me ofrecía consejos, escuchaba respetuosamente. Para no mencionar que con él mis secretos estaban a salvo.

Nos hallábamos cierta vez sumidos en una de estas conversaciones cuando de pronto pensé  en mi padre y me inundó una profunda tristeza. Él, que como ingenuo enamorado de la historia nacional que era, mostraba con inmenso orgullo a cada visitante de nuestro antiguo hogar unos pinches para el pelo que habían pertenecido a una cuñada de Balmaceda, según le dijera el vendedor callejero que por ellos le había exigido una pequeña fortuna, ¿qué habría sentido al saberme en compañía de uno de los verdaderamente grandes de nuestro pasado y sin dedicarle a él siquiera unos minutos de mi pensamiento? La bondad de su corazón me habría perdonado este egoísmo, pero yo mismo no podía perdonármelo.

Me sentí llamado a reparar esta injusticia en que nos sumergían nuestras arbitrarias posiciones en la vida. Después de todo, ¿qué derecho tenía yo a cohabitar con este venerable espectro sólo por la absurda coincidencia de una formación académica que no era más que el resultado de haber decidido consagrar mi vida de joven imprudente a la protección de las tortugas marinas antes de haber pasado siquiera dos semanas de estudio descubriendo lo fastidiosamente aburridas que son en realidad? Esa misma formación era la que me impedía apreciar mi privilegio en su justa medida. Es cierto que Arturo era un amigo para mí, pero no cabe duda que representaba mucho más para mi viejo padre.

Decidí reparar mi pecado de omisión y con aritmético arrojo me puse a calcular cuántos funcionarios habría que supieran el número exacto de huesos en un cuerpo humano, cuántos a los que el tedio pudiera eventualmente empujar a contar los del prócer y cuál la probabilidad de que uno reuniera ambos rasgos. Como carecía de los datos necesarios para responder a la pregunta de manera significativa (sólo sabía que en un tiempo infinito era inevitable la aparición de tan ominoso funcionario, de hecho no sólo uno sino infinitos como él, pues la probabilidad de cualquier evento en un tiempo infinito es 1) me dejé llevar por la intuición visceral que me hizo arrancar la tercera falange del dedo medio de la mano izquierda y, amparándome en la necesidad de ir a adquirir material de laboratorio adicional, enfilé hacia mi pueblo natal.

Encontré a mi padre sentado a las puertas de su casa. Cuando le mostré su regalo fue tal su emoción que insistió en prepararme un té para celebrarlo. No tenía una sola bolsa, por lo que salió de inmediato con rumbo al almacén, presa de su excitación delirante. Como se perdió por el camino no regresó sino hasta entrada la noche. Se había olvidado completamente del té. Pero nunca se olvidó de la historia del combate naval, que me relató y volvió a relatar cinco veces antes de quedarse dormido.

Cuando al día siguiente regresé al museo, rápidamente reemplacé la pieza faltante por una de las tantas anónimas del montón colectivo. Calmaba mi inquietud con ambiguas patrañas poéticas. Que los huesos de los soldados forman un único gran cuerpo, que es el cuerpo de Chile, por lo que todo intento de demarcación individual resulta superfluo. Que no podría haber mayor gloria para el Almirante Prat, el primero, pero uno más al fin entre sus hombres, que la de fundir sus restos con los de ellos en el descanso eterno. Sabía que con Arturo no tenía necesidad de estas excusas, pues si había alguien que podía comprenderme en mi proceder, era él.

Fue, de hecho, el único que luego de este incidente no cambió su actitud hacia mí. Ahora los demás funcionarios me miraban de un modo extraño. Comprendí que la ventana temporal que dejé abierta había sido peligrosamente amplia, por lo que de nada valía ahora que el sustituto fuera indistinguible del original si alguien ya había notado la ausencia. Ése había sido mi error. No se necesita tener tiempo o saber contar, para percibir un vacío. Hasta quien no sabe cuántas ventanas tiene un edificio puede distinguir de inmediato si uno de los vidrios está roto. Con frecuencia me parecía escuchar a mis superiores repitiendo entre ellos mi nombre. Más de una vez me sentí tentado de acallar sus mudos reproches gritándoles mi culpabilidad. Y sin embargo, ¿no me había pasado yo meses dentro de esas habitaciones sin que nadie jamás interrumpiera o se asomara siquiera, aunque no fuera más que para ofrecerme un poco de azúcar o pedirme prestado mi bolígrafo? Tal vez nadie había entrado, tal vez nadie sabía. Sospeché entonces que mi padre pudiera no estar siendo todo lo cauto que la situación requería y temí ser descubierto por su causa.

Fui a visitarlo nuevamente pero no estaba en su hogar. Recorrí todos los almacenes hasta que al pasar fuera de la farmacia general, escuché su voz saliendo en alegres cascadas. Cuando entré, lo vi prácticamente arrimado al mostrador, con la falange colgada al cuello por una cadenita y contando su historia, seguramente no por primera vez, a sus piadosos vecinos. Me le acerqué para hablarle, pero era tal su estado de emoción infantil y el brillo de sus ojos que no pude reprenderlo. El daño ya estaba hecho. Volví lentamente sobre mis pasos y me preparé para lo peor.

Al día siguiente fui citado a la oficina del jefe del jefe de Jiménez. Me recibió  con expresión severa y más que ofrecerme un asiento se podría decir que me obligo a tomarlo.

 No crea que lo que usted ha hecho nos ha pasado desapercibido. Hemos estado leyendo atentamente todos sus informes y déjeme decirle que nos parece que esta situación ya se ha extendido demasiado tiempo. Queda más que claro que éste no es un trabajo adecuado para usted.


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Hace treinta y ocho años que escribo informes sobre el desarrollo del país y ya comienzo a presentir mi muerte. Aunque nunca ocurre nada, estamos siempre haciendo grandes avances. He tenido, eso sí, que reemplazar mi florido léxico pseudotécnico por otro no menos ficticio. Escuchar hablar de brechas educativas que día a día se superanluchas contra la pobreza que palmo a palmo se gananingresos que se redistribuyen y derechos ciudadanos que se ejercitan en fiestas de la democracia son cosas que emocionan a cualquiera.

Desde mi escritorio en la antigua casa de mi padre que ahora habito, me mira el inmaculado cráneo de lobo marino que me permitieron conservar como recuerdo de mis primeros pasos por el aparato estatal y que, junto con el mío, un día heredará mi hijo.

En el museo aún se conserva, para beneficio de quien quiera verla, la osamenta completa de Prat. En su quijada hice grabar las letras HCN. Héroe del Combate Naval.

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