Saturday, October 30, 2010

¿Saben por qué se quemó el Diego Portales?

Desafortunadamente, no puedo responderles tal pregunta. El mendigo que la había propuesto con expresión airada y que parecía conocer la respuesta, fue expulsado de mi mesa antes de poder ofrecer la solución del enigma. 

Cuando se acercó, me entregó una tarjeta, de esas que contienen oraciones y/o calendarios (¿y es que podríamos llegar a necesitar más que esto para llevar una vida recta y productiva?). Tal acto me hizo desear al instante haber andado trayendo en el bolsillo una de éstas:

                                  (Claro, habría que traducirla antes y pagar el copyright)

Es que, como podrán suponer, ese tipo de interacciones suele activarme al conductista que llevo dentro (y sé que algunos de ustedes dirán que en realidad lo tengo activo siempre) que prontamente dice: "no refuerces la conducta socialmente indeseable". Pero a continuación el tipo hace algo que me arruina el script de condicionamiento operante.

Me sería difícil reproducir, sin adulterar, sus palabras. Pero me parece que dijo algo como: "¡sé que soy un indigente, y esta impotencia es la que me lleva a hacerme esto!" Aquí se levanta su polera y nos enseña una colección de interesantes cicatrices. Yo no le creo esa última parte, mi lógica mamífera me las hace sospechar marcas del combate por la sobrevivencia con otros seres, pero aún así no puedo volver a mi rutina de cómodo dismissal. El tipo me ha sumido en un cuestionamiento existencial, pues he traducido operacionalmente sus palabras en: "¿es que no tengo yo también el derecho a existir?".

Admito que al menos para mí no es evidente que la respuesta adecuada y prescrita sea la que haya de darse. Podemos contestar siempre con el Cardenal Richelieu:

En cierta ocasión se encontraba Richelieu acosado por una persona que le solicitaba audiencia insistentemente. Al no poder retrasar más tiempo dicho encuentro el cardenal accedió a la cita. Una vez en el despacho, el ministro le reprochó su insistencia y pesadez. El caballero justificándose dijo: “Excelencia, comprended que también yo tengo que vivir”. A lo que le replicó el ministro todopoderoso: “No veo la necesidad de ello, señor”.

Pero una vez que decidimos que sí, que este hombre tiene derecho a vivir, (y en esta ocasión fue ése mi caso) hay que ser al menos parcialmente consecuente con ello. Le di un billete de mil pesos, que no me agradeció, cosa que me pareció bien, pues, ¿por qué habría de agradecerme? Lo que yo hacía, no lo hacía por él. ¿Pero por qué lo hacía exactamente?

Tal vez para premiarlo por el uso de una palabra pintoresca que me permitía mostrarme ejerciendo un capricho lingüístico. Le llamó 'microcéfalo', cosa que me causó gran deleite, al guardia que se había acercado ya a iniciar los trámites para su extracción del lugar. (Lo llamó también 'títere del capitalismo', cosa que pese a ser muy probablemente más certera desde el punto de vista descriptivo, difícilmente competía con la simpatía del epíteto anterior). Yo intenté reconvenirlo, señalándole que la culpa no era del guardia, quien debía jugar a ser un guardia, del mismo modo que él jugaba a ser un mendigo y nosotros a ser clientes.     

No descarto tampoco que haya mediado un componente de culpa WASP (sin P, sin AS y más bien sólo con ínfulas de W), restos instintivos de mi formación cristiana. En última instancia, podría leer mi acción como un modo de poder ejercer en estos tiempos mi ya bastante obsoleto derecho a comprarle fealdad a este extraño y mutado descendiente de los bufones que acompañaban los banquetes medievales, (del mismo modo que estaba pagando por la belleza de las meseras y meseros de Lastarria, estirpe que intuyo compuesta por los mismos aspirantes a actrices y actores que quienes atienden las mesas de Los Angeles).

Cuando el guardia ya lo había alejado un par de metros de nuestras mesas, comenzó con su enigmática e insistente pregunta sobre el trágico fin del edificio que teníamos a sólo unos pasos. A cada formulación de la interrogante contestaba yo: '¿Por qué se quemó?', hasta que la mujer de la mesa de al lado me pidió que dejara de hablarle, para que al fin se retirara. Esto me hizo entender un cuarto elemento causal de mi actuar; el momentáneo control que el comandar la atención - y con ella la presencia - del indigente me otorgaba sobre la incomodidad de los habitantes de la mesa vecina. Naturalmente, el disfrute de esos placeres simples forzosamente acaba cuando ya no nos es posible seguir fingiendo que no comprendemos - ni comprenden los demás - lo que está ocurriendo. Abandoné mis réplicas.  

Mientras se iba, volvió a gritar un par de veces más su pregunta, cuya solución aún me intriga. ¿Por qué se quemó el Diego Portales? 

6 comments:

  1. Lo siguiente puede aportar información a quienes se interesen por la naturaleza reconstructiva de la memoria - en la senda de las reproducciones seriales de Bartlett. Conversando con un sujeto en perfecto estado neurológico sobre este artículo, éste, al intentar evocar su título lo tornó en: "¿Quién se comió a Andrés Bello?"

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  2. Segundo aporte del sujeto en perfecto estado neurológico al intentar recordar el título del artículo: "¿Quién mató a Diego de Almagro?"

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  3. Wuajaja, muy inetersantes tus comentarios posteriores..WTF?!

    Largo escribes, largos rodeos de pensamiento describes..porque sí, escribes desde el pensamiento, desde ningún otro lugar, ninguno.

    Me extrañan tantas elucubraciones frente a tamañan escena, claro está..me extrañan porque no te conozco, y porque no sé que probablemente andas por la vida con tu mente procesándolo todo, y sin espacio para valoraciones personales.

    A pesar de todo, la entrada tiene una vuelta que genera el insight necesario para poder resignificarla y apreciarla.
    Saludos!

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  4. Roberto, más allá del título (¿cómo se llamaba? ¿Quién escondió a Pedro de Valdivia?), la historia me recordó algo parecido con un humilde personaje, cuyo pasaporte es el criterio A de la esquizofrenia.
    Es más o menos así: hace un tiempo atrás fui actriz secundaria (nah, ni eso, triste espectadora en banqueta lateral y con un café ya frío) de una escena similar en Providencia, sólo que acá tengo certeza absoluta que se trataban de oraciones y no calendarios. El punto es el mismo: un pobre diablo pidiendo ayuda a los clientes de una cafetería de (no tanta) mala muerte. Mientras los comensales intentaban disimular su incomodidad comiendo galletas, nuestro personaje en cuestión gritaba a viva voz, a nadie en particular, pero interpelándonos a todos, (cito textual) "tú crees que no me escuchas, pero yo sí veo tu indiferencia".
    Todos comimos galletas y la encargada del local salió a espantarlo con una escoba (juro que es cierto). Entonces, mi compañero de asiento, con crudísima asertividad, señaló que es muy difícil esconder la basura.

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  5. Un deleite leerte por aquí Ignacia. Te doy gracias tanto por mí como por futuros lectores.

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  6. "Te doy gracias tanto por mí como por futuros lectores." Las cosas de la vida, ser parido por Ignacia Concha.

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