Columna publicada en Revista Grifo Nº19.
Robarle a uno es plagio,
robarle a muchos es investigación.
A la hora de definir el plagio caigo en la tentación de robar las palabras que usara San Agustín para responder qué era el tiempo: “Cuando nadie me lo pregunta, lo sé; si me preguntan, no lo sé”. El concepto aparece nítidamente delimitado en su formulación legal: “La apropiación ilegítima de la paternidad de la obra de otro”. Sin embargo, mi intento de explorar algunos momentos estelares de la historia del uso del término en la cultura, logra que esta definición se desdibuje y el concepto crezca, se complejice hasta el punto de hacerme creer que quizá valga más preguntarse: ¿y qué no es plagio?
Hablar sobre plagio es problemático porque, a medida que se investiga, comienza a rondarnos un sentimiento de inútil recursividad, y podemos caer en un writer’s block con justificación epistemológica; o, dicho de modo concreto, se comienza a cuestionar el sentido de escribir sobre el tema en la medida en que, al parecer, todo está dicho. Desde luego, no es de mucha ayuda recordar que ese “ya todo ha sido dicho” también ha sido dicho, y no es siquiera un pesimismo nuestro ante la imposibilidad de la originalidad, sino un eco del pesimismo de los antiguos: “No hay nada nuevo bajo el sol”, reza el conocido pasaje del Eclesiastés.
Cuando a Donato, maestro de San Jerónimo, le dijeron que la misma frase había sido usada antes por el poeta Terencio, exclamó: “Pereant qui ante nos nostra dixerunt”[1]. La Brùyere tuvo una respuesta más diplomática ante el mismo predicamento: “Horacio o Boileau ya dijeron antes la misma cosa. Te tomo la palabra, pero yo lo he dicho como algo propio; ¿y no puedo acaso tener después de ellos los mismos pensamientos que otros tendrán después de mí?”. Observemos que incluso George Eliot, quien probablemente ha escrito la mejor novela en lengua inglesa (y en esto Martin Amis concuerda conmigo), tenía similares aprensiones: “No podríamos vivir cómodos sin olvidar en cierta medida que ya todo ha sido dicho mejor de lo que nosotros mismos podemos expresarlo”.
No necesito decir, entonces, que que lo que juzgamos original nos lo parece exclusivamente por nuestra propia incapacidad de abarcar todo el campo del pensamiento anterior, por nuestro desconocimiento de la totalidad de las fuentes. Porque ya ha sido dicho, y mejor.
En su ensayo sobre el plagio, The Ecstasy of Influence, Jonathan Lethem escribe: “Todo texto es un entramado de citas, referencias, ecos, lenguajes culturales que lo atraviesan de lado a lado en una amplia estereofonía. Las alusiones que conforman un texto son anónimas, imposibles de rastrear y aún así ya leídas; son citas que no van entre comillas. El núcleo (…) de cada expresión humana es plagio. Pues en esencia todas las ideas son de segunda mano, tomadas consciente e inconscientemente de un millón de fuentes externas y usadas diariamente por quien las recolecta con un orgullo y satisfacción que nacen de la superstición de que en él mismo se han originado, cuando en realidad no hay en ellas una brizna de originalidad salvo la tenue decoloración que reciben de su propio calibre mental y moral y de su temperamento, el que se revela en las características de su agrupación”.
Lo que resulta interesante es que al final del artículo, Lethem revela que este párrafo, como todos los demás de su ensayo, ha sido tomado de otros autores. Éste, en particular, mezcla un pasaje de Barthes con un extracto de la carta de apoyo que Mark Twain enviara a Helen Keller, luego que ésta fuera acusada de plagio por el único libro que escribió. Interesante, aunque tampoco original, como revela el mismo Lethem al enumerar algunos de sus antecesores en la práctica de hablar de plagio valiéndose de las palabras de otros. Posiblemente, la referencia más significativa sea el inconcluso Proyecto de los Pasajes de Walter Benjamin, sobre el que Marjorie Garber en su obra acerca de la intertextualidad, Quotation Marks, señala: “El arte de citar sin comillas, (…) es (…) el proyecto crítico, histórico y político que [Benjamin] se impuso, al definir la modernidad como una teoría del montaje. (…) El mundo que heredamos y habitamos es justamente tal montaje, un palimpsesto de referencias y citas a medio reconocer, las que, en destellos de reconocimiento, de literal ‘re-conocimiento’, regresan a nosotros como sabiduría”.
Otros metaplagios eminentes contribuyen con matices adicionales sobre la relevancia cultural del plagio, como esta frase acuñada por Lautréamont y usada como propia –en metacognitiva obediencia– por Guy Debord: “El plagio es necesario. Está implícito en el progreso. Sigue de cerca la frase de un autor, se sirve de sus expresiones, borra una idea falsa, la reemplaza por una idea justa”. Por su parte, Tom Ford, en su ensayo Love and Theft, menciona que una de las más elocuentes denuncias del plagio jamás pronunciadas es la de Tristram Shandy: “¿Estaremos acaso por siempre haciendo nuevos libros como los boticarios hacen nuevas mezclas, simplemente vertiendo de un recipiente a otro? (…) ¿Habremos de plegar y desplegar para siempre la misma cuerda?”, sólo para luego agregar que esas mismas palabras las ha tomado Sterne de la introducción que Burton hace a su Anatomía de la Melancolía.
En estos casos vemos plagios que se tematizan a sí mismos al punto que sugieren que las comillas son sólo uno de los métodos posibles –el más ortodoxo y socialmente aceptado– de guiñar hacia el pretendido origen de una idea, lo que pone de manifiesto la distinción radical entre las aproximaciones legal y artística al tema del plagio. Nosotros, como lectores reflexivos, en el hipotético caso que se nos llamara a juzgar a alguien que publica bajo su propio nombre un texto ajeno, seguramente tendríamos una opinión muy distinta de la buena o mala fe del “autor”, si el texto “plagiado” en cuestión fuera Pierre Menard, autor del Quijote. Esto, bajo la misma lógica con la que podría afirmarse que no es lo mismo dañar una escultura de Miguel Ángel que un urinal de Duchamp (por más que Pierre Pinoncelli haya sido condenado a pagar doscientos mil euros por este acto con el que buscaba “liberar la obra de la institucionalidad artística”). No obstante, el aparato legal del copyright es ciego –al igual que un computador– al contenido de los libros que protege.
La apropiación de Sterne, más que un mero acto irreverente, es el reflejo de una posición crítica personal frente al problema de la autoría: “Así como los monarcas tienen el derecho a recolectar la moneda del estado y aumentar su valor al imprimirle su propia efigie, existen también ciertos genios eminentes, muy por sobre los plagiarios, de los cuales no puede decirse que roban, sino que, por su perfeccionamiento de una idea, más bien que la toman prestada y repagan luego con interés a la comunidad de las letras; y que antes adoptan que secuestran un sentimiento, al dejarlo heredero de su propia fama”. En este camino argumental, el plagio queda redimido siempre que supere en calidad al texto original. Por ejemplo, Yann Martel no tiene problemas en decir que tomó la premisa de su exitosa novela Life of Pi de una historia de Moacyr Scliar, sin cuidarse siquiera de guardar el decoro frente a las habilidades narrativas de este último: “Leí una reseña del libro, y me imaginaba lo que un buen escritor podría hacer con ella”.
Otros, menos valientes, optan por la explicación criptomnésica, popularizada por Jung y caracterizada en estas palabras de Oliver Wendell Holmes, que se anticipan a buena parte de la literatura psicológica contemporánea: "No resulta extraño que ideas recordadas a menudo se antepongan a la multitud de nuestros pensamientos logrando camuflarse como originales. Los pensadores honestos están siempre inconscientemente robándose los unos a los otros. Nuestras mentes están llenas de cosas perdidas y abandonadas que creemos nuestras. El plagio inocente emerge en todas partes".
Más relevante que la diferencia entre plagio consciente e inconsciente, es la pregunta por la validez de éste como práctica cultural. En Roma se llamaba plagio al robo de los esclavos de otros. ¿Por qué plagiamos? Porque, al hacerlo, ponemos a servidores ajenos (ideas, frases) a hacer nuestro trabajo. En un mundo de recursos finitos esto no parece inmoral, especialmente si consideramos este trabajo como una labor humana colectiva (la de hacer o proteger la cultura). Piénsese además en el dictum de Wilde: los libros no pueden ser morales o inmorales, sólo estar bien o mal escritos. Si esto vale para el contenido, ¿por qué no aplicarlo a sus circunstancias?
Hasta aquí he seguido al pie de la letra el epígrafe. No lo elegí sólo por su contenido, ilustra, además, otro punto. Esa frase la hemos oído todos, pero ¿quién la acuñó? Para dar esa respuesta y explicar cómo la obtuve necesitaría emplear un espacio del que ya no dispongo. “Un buen escritor es el que esconde bien sus fuentes”. Si tomamos en cuenta las limitaciones materiales del medio de transmisión –en el presente caso esta página[2]–, comprendemos que el ocultamiento de las fuentes puede ser un acto imprescindible para permitir la comunicación humana. El autor (o “autor”) opera como un órgano de selección ante su audiencia; la alternativa es el hipertexto perfecto, que sumergiría al lector en niveles crecientes de profundidad fractal.
Cierro, respondiendo nuestra pregunta inicial. ¿Para qué decir algo si ya todo ha sido dicho? Porque aún nos cabe elegir qué decir. El peso de nuestra particular cartografía del territorio intelectual tratado, nuestro recorte del conjunto de lo valiosamente transmisible, es un remanente que actúa sobre el pool genético de las ideas. Digámoslo con Goethe: “Ya todo ha sido dicho, lo importante es volver a decirlo”.
Estimadísimo, muy interesante y profunda tu reflexión, aunque me aburrió por algunos momentos. Menos mal que no es tuya.
ReplyDeleteCreo que el tema al plagio le precede una divagación sobre la relación entre textualidad y habla. Explícome: el plagio es una operación textual, de "kopipeist" que, no obstante, sitúa un habla monumentalizada (a.k.a. "texto"), cuyo sentido original -de haberlo- se precipita en su misma inscripción. Ya lo decía el viejo Platón: la escritura es un phármakon (remedio/veneno) porque volveremos al pensamiento, pero por fuera.
Recuerda el ya clásico ejercicio que nos hacía meister Dr. Herr Kornejo, cuando poniendo una misma frase ("Todos los hombres son animales") cambia radicalmente de sentido de acuerdo a la situación contextual: el profesor de biología, el maestro de lógica, la ex-novia despechada, etc.
En este sentido, el plagio puede redimirse como una operación textual de poner el trozo exacto en la situación exacta, como si estuviese testificando un habla diversa -mas misteriosamente semejante- a aquélla que dio origen al texto original. Supón que algún presidente, tras alguna tragedia sucedida algún abril, parta un discurso diciendo "April is the cruellest month". ¿No sería un plagio tan original que no merecería el nombre de plagio?
Creo que con todo esto, ya estás justificado para dejar al descubierto el verdadero autor del texto que pusiste en tu blog como si fuese tuyo...
Un fuerte abrazo,
Cristián R.
Yo encuentro (adoptando la buena idea, uno se los encuentra en el cíngulo a los pensamientos) que esto debiera arrojar una preocupación.
ReplyDelete¿De dónde salió el hipertexto? Porque claro, citamos a alguien que citó a alguien que citó
pero
¿a quién? Si seguimos siendo selectores que pellizcamos el gran libro redondo, el "catálogo de la biblioteca" de Borges, para preparar una ensaladita con lo que tenemos ganas en el momento, y nadie nunca lo dijo primero, tengo que creerle a Santo Tomás y sus cadenas de causalidad que quieren llevar a dios.
Y me rehúso por puro axioma.