Wednesday, December 8, 2010

[Cuento] La identidad de los espacios vacíos

– Ella dice: “es un bonito lugar” y en efecto, ésa es la forma justa de describirlo. No es un lugar impresionante, no es memorable, pero tampoco es por fuerza genérico. Tiene su encanto, pero una dosis de encanto metódicamente controlada.

Las presentaciones, los prolegómenos, han sido abordadas ya en instancias previas, virtuales y presenciales, y aunque repetirlas al menos de manera superficial es parte del ceremonial prescrito, no tolero la redundancia. Así que inauguro la cartografía del terreno biográfico inexplorado, no porque me interese, sólo porque es desconocido y me divierte ver cómo el ejercicio de nuestra interacción posee la facultad de despojarlo gradualmente de ese atributo.

El juego avanza, avanzamos las posiciones y cada uno tiene de pronto más y más fichas del otro, posiblemente más de las que quisiera tener a estas alturas. Datos. Esos datos tienen un peso, un valor. Oferta y demanda. Son bienes transables. Es común que se piense, por el sólo hecho de desconocer con exactitud la cadena de ramificaciones que gatilla, que la información no posee su propia fuerza específica. Pero la información existe. Y todo lo que existe actúa. A veces incluso lo que no existe actúa.

“Robótica” dice ella. “Robótica”. ¿Cómo lo dice exactamente? Me engaño a mí mismo cuando miro o recuerdo sus ojos. Mis ojos, pues soy yo el que los ha puesto ahí. Se los robé a las ninfas de Proust y a tantos otros y ahora los pongo ahí a mirarme, con esa mezcla incoherente de ternura y resolución, de ingenuidad y furia vital. Los acaricio en silencio con el propio ojo de mi mente, entonces o ahora.

“Robótica, sí, robótica, por poco convencional, por antiestadístico que nos suene acá, apenas separados por estas frágiles paredes, de un Santiago contra el que he azotado todas mis pretensiones de universalidad. Circuitos e inteligencia artificial, sí, a pasos de esos lustrabotas de valor arqueológico. Aunque usted no lo crea.” Eso último es humor. Sospecho que conoce la referencia, pero no se ríe.

“Parece difícil” le oigo decir y al menos creo que esto sí lo dice ella, ella, el estímulo, la cosa-en-sí, la Ding an sich, a ratos alcanzo a ver que logra ser una cosa que existe fuera de mí, me impacta de maneras impredecibles, no la contengo, no me cabe dentro de la mente y se escapa por las comisuras.

“La robótica es difícil. Sí. El error habitual en el campo es el mismo error de Dios, ¿tal vez lo recuerdas?” me gusta probarla, sé que no debo, sé que no vale la pena, pero reincido. Considéralo una cortesía guerrera, ofrecer al rival una vía abierta para asestar la estocada de mis expectativas.

Pero esta vez no ocurre. La rival es más noble, participa, ¿redefine el juego? “Los creó a su imagen y semejanza” me responde.

Interés, comprensión, ¿es eso lo que veo aparecer en su brillo repentino? Te decía hace apenas instantes que la veía, pero no era cierto. Ahora en cambio, me seduce. Me somete. Destruye mis defensas y me tienta, me hace creer que existe otra mente en el mundo. Que no estoy solo. Me abro. 

“Sí, a su imagen y semejanza. Ése era el error. Fracasaron todos los que han tratado de crear una mente humana alojada en silicio y en fibra óptica, esos peregrinos que perseguían a un homúnculo de circuitos, los que en definitiva vertieron su semilla mediante la metáfora de la técnica en criaturas que creyeron serían como hijos y experimentarían como ellos el mundo. Qué es el mundo para nosotros; una madeja de sentido y propósito. Qué es toda nuestra historia sino esto, qué sino sinónimos nuestras palabras deseo y destino. Esta es la soberbia de Lucifer, la de Ícaro, pero ellos al menos disfrutaban su vuelo y disfrutaron su caída. Yo soy más práctico que ellos. El automáta-humano sería bello, pero no me interesa un hermoso autómata imposible, cuando el autómata posible, vulgar - si se quiere- pero posible, está al alcance de mi mano. Y tan al alcance de mi mano está, que de hecho está en ella. Hace un año eran los blueprints, pero hoy ya está construido. ¿Quieres saber cómo lo he hecho? ¿Has jugado ese juego que el decoro me impide llamar tic-tac-toe como quisiera, y que aquí se conoce como gato aunque dicha denominación sea tan incomprensible como casi todo lo que veo suceder diariamente en estas tierras? Sé que es un juego trivial, pero tiene valor pedagógico. Imagina que juegas con los ojos cerrados. Imagina, además, que no sabes siquiera donde está el centro del tablero. Un operador traduce tus instrucciones que son coordenadas cartesianas a partir de un punto cero de inicio que sólo él conoce y que podría estar en cualquiera de los nueve casilleros. Como imaginarás, esta metodología te fuerza a deducir, a inducir la posición de cada jugador. Experimentas y al hacerlo recoges datos. Norte 3, Oeste 5, por ejemplo. ¿Es esa jugada posible, no está ocupada ya la posición por una pieza? Eso te lo dirá el operador y así construyes una hipótesis que es una imagen. Esa imagen es el mapa del tablero. Pero hay veces en que te aproximas a hacer la jugada ganadora, y descubres que te está vedada. ¿Y qué puede significar eso? Sólo una cosa. Que tu mapa es falso, que has estado jugando todo el tiempo con supuestos errados. Supongo que, de niña, viste en las caricaturas que los personajes sólo caen una vez que se descubren caminando sobre el vacío. Eso es lo que pasa justo entonces. Esa es la caída libre de la desilusión y es inmovilizante. Mi robot, en cambio, no cae. No cae porque no interpreta. No es narrativo. Recoge signos, pero no es esclavo de significados. Compara fotos de la realidad con las que sus predicciones generan, pero cuando algo falla, reajusta la hipótesis. En otras palabras, es el científico perfecto.”
         
¿Y sabes que pasa cuando termino de decir eso? Llega un mesero y me dice: “¿El Señor desea servirse algo más? Cerraremos dentro de poco” y yo le digo que estoy esperando a una amiga que entró al baño. “Lo lamento”, dice y extrañamente le creo, parece lamentar lo que va a decirme “la señorita se retiró de las premisas hace cuarenta minutos”. Y yo ahí hablando sólo, ¿te lo puedes creer? Je je je. ¿Eeeh? ¿No te habrás quedado dormido, o sí Jenaro?   

– No Ricardo, y esa pregunta me ofende. La tomo como un ataque a mi integridad profesional. Me he entrenado para mantener este gesto de atención expectante incluso ante quienes me vienen con mierdas más aburridas que ésa – le dice el terapeuta quien no ha soltado su pipa en todo momento, tan estereotípica que parece un acto de alevosía. – Pero ahora hablaré yo también un poco.

Jenaro, desde luego, carece de fe alguna en los efectos de su oficio, la más incierta de las artes inciertas, pero es precisamente por eso que se empecina en preservar ciertos rituales protocolares. Uno de ellos, hablar el 20% de las sesiones, duración que logra intuir con precisión prodigiosa. Siempre fue bueno con los números y sospecha que de no ser así, hace mucho que Ricardo lo habría abandonado.         

– En primer lugar, ¿cómo es esta mujer, cuyo nombre ni siquiera ameritó escurrirse por entre tu narración?

– Evidentemente, alguien que teme el encuentro con la verdad en…

– No te hagas el imbécil, por favor, que no estamos para eso. ¿Cómo se ve?

–¿Y eso por qué te interesa?

– Porque necesito saber cómo está tu juicio de realidad, la mejor forma de autosabotearse es ponerse metas imposibles, por lo que no me extrañaría que ésta calzara también con el perfil curvilíneo, núbil e inalcanzable.

– Juzga por ti mismo, sabes que confío más en la evidencia que en los reportes, eso es lo que me da mi ventaja por sobre ti – y al decir esto le extiende un sobre. – Aquí está su foto.

– Puede que seas superior, sea lo que sea que signifique eso para ti. Pero no pienses que me compro todo lo que dices. Esta bonita analogía interminable de la cita, por ejemplo, para decir que tú eres el autómata, que estás cada vez más lejos de la humanidad, que ya nada te toca. Sútil, elaborado, es una preciosa defensa. No estás escribiendo este relato, estás atrapado en él.

– Eso es porque crees que es un lugar. Pero tú eres el prisionero de tu lenguaje, tus metáforas limitan tu horizonte.

– A veces pienso que debiese guardar una pistola en ese cajón, no antidepresivos. Creo que si la sacase y te apuntara, si te pudiera hacer llorar de miedo, o, mejor aún, si lograra que te orinaras ahí mismo en mi sillón te bajaría nuevamente el apremio de la vida. Podrías desalojar esos hermosos castillos verbales.

– Conmovedora poesía evolucionaria ésa, tal vez sólo quieres que me orine en tu sillón para excitarte.

– Touché.

– ¿A la misma hora y en el mismo canal? – pregunta Ricardo al incorporarse, su ubicación le da una ventaja sobre el reloj de la consulta que, implacable, delimita la vida.

Jenaro asiente, y no levanta siquiera la vista para verlo partir. Cuando desde la ventana lo ve entrar a su auto se aproxima al envoltorio y lo abre. En su interior, la foto de Ricardo lo mira ufano, irónico, gozoso. En una mueca de feliz desprecio. Un desprecio de singular pureza. Casi infantil.

Jenaro vuelve a recostarse en su silla. “Juega conmigo” piensa risueño, “pese a todo viene aquí y gasta su dinero para jugar conmigo. Pero olvida una de sus propias reglas basales. Cuando el autómata descubre que sus supuestos eran fallidos, no le importa.”



No comments:

Post a Comment